LO QUE APRENDÍ CON FIDEL

Posted on noviembre 30, 2016

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Este no es un texto sobre la larga lista de “beneficios” de la revolución cubana ni tampoco sobre todos los informes de Amnistía Internacional que dan cuenta de los asesinatos, torturas y violaciones de DDHH en la isla a lo largo de sus 57 años de dictadura. Es simplemente una anécdota personal, que me marcó y marcó mi forma de ver muchas cosas hoy en día.

A mis 20 años, fui a estudiar a la Escuela Internacional de Cine y TV en Cuba. Era en ese entonces, como la mayoría de mis compañeros, un entusiasta del mito cubano, ese que decía que en la isla no existían niños desnutridos, que se vivía con carencias pero con dignidad, que la revolución era una luz en América Latina. Desde afuera, no era difícil defender el modelo castrista comparándolo con la miseria y pobreza extrema de la que somos testigos en varias regiones de Latinoamérica. En Cuba había pobreza, sí. Pero no había miseria. Y, sobre todo, había dignidad. Clásica forma de pensar del que no tiene idea de lo que habla y se ha dejado llevar en su juventud por el idealismo y una serie de estadísticas intencionalmente sacadas de un contexto mucho mayor y más complejo. Así me fui a Cuba, ilusionado por aprender cine en la cuna de la revolución.

Corría el 2001 y para ese entonces, iba un año viviendo en la Escuela de San Antonio de los Baños. Para ese entonces, mi entusiasmo por el socialismo cubano había chocado, principalmente, con mis compañeros cubanos. Fueron ellos los primeros con los que entablé largas discusiones sobre el modelo instaurado en la isla y sus “beneficios”. Ellos, siempre de forma respetuosa y con algunas dosis de miedo (cuando se hablaba de Fidel se lo hacía en voz baja, como cuidándose de que no te escuchen, actitud que me pareció paranoica al inicio pero que comprendí después), siempre me hicieron saber que estaba equivocado. Que las cosas no eran tan sencillas. Yo, como aferrándome a los sueños que cultivé en mi adolescencia, les decía que ellos no conocían las injusticas que pueden verse en otras partes del mundo y que por eso pensaban así. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de la prepotencia de mi postura. Yo, dándole lecciones y hablando de injusticias a compañeros que nacieron en dictadura. Hay que ser muy audaz y muy pendejo. Y eso mismo era yo por esos días.

¿Qué terminó de quitarme la ilusión? Sucedieron muchas cosas en el camino que poco a poco me fueron abriendo los ojos. Pero en 2001, ocurrió algo de lo que pude ser testigo y terminó aclarándome de qué mismo iban Fidel y Cuba. Por esos días, algún cubano iluminado, tuvo la brillante idea de hacer algo que muy pocos habían hecho: leer la constitución. En ella, encontró un articulado que le permitía llamar a un referéndum si presentaba 10 000 firmas de respaldo. El iluminado, se llamaba Oswaldo Payá. Payá empezó a recoger firmas por toda la isla para que el Estado introduzca reformas en la constitución donde se proponían cambios muy puntuales: dictar una amnistía política a los disidentes (en Cuba pensar fuera del partido es delito), autorizar la libre empresa, garantizar la libertad de expresión y de asociación y llamar a elecciones generales pluralistas. Eso, nada más. En estricto rigor, lo que estaba haciendo Payá era legal. Tanto, que logró su cometido y le presentó a la Asamblea Popular más de 11 000 firmas para que se llame a un referéndum y se consulte al pueblo cubano sobre esos cambios. ¿Cómo respondió el Estado?

Fidel Castro convocó por TV Nacional a todo el país a “firmar por la revolución”. Puso una fecha para el evento y organizó en muy pocos días la respuesta. Para ese momento, todos los medios de comunicación se encargaron de hablar porquerías sobre Payá: contrarrevolucionario, espía del imperio, cubano indigno… en fin, esa larga lista de insultos muy propios del socialismo. En la fecha acordada, el pueblo cubano fue convocado “a firmar” en un evento central encabezado por el mismísimo Fidel en la Plaza de la Revolución y replicado en todas las ciudades del país.

No me lo contaron, lo vi.

Vi cómo se tomaba lista a las 4 am, cuadra por cuadra, para que no faltara ningún miembro de la cuadra. Vi cómo los cubanos tenían miedo de no firmar por el terror a perder algún beneficio. Vi cómo miles salieron a marchar en la Habana sin convicción alguna por lo que estaban haciendo. Vi los eternos discursos contra el imperio. Vi los repudios públicos a Payá por impulsar una reforma constitucional. Vi a Fidel con sus zapatos Adidas hablando como 3 horas (por esos días sus discursos eran cortos, ya estaba cansado) en la Plaza de la Revolución.

Recuerdo la charla con uno de mis compañeros cubanos. Yo sabía que él no apoyaba a la revolución, que la despreciaba, que le tenía bronca, que siempre que podía mentaba a Fidel y lo mandaba a “comer pinga”.

– Vas a firmar?
– Hermano, ni pinga. Yo por ese comemierda no firmo.
– Bien. Excelente.

Pocos días después, lo vi en la escuela otra vez. Había firmado. Lo hizo, a pesar de sus convicciones, porque ganó el miedo a perder su lugar en la Escuela de Cine, que para él era una especie de beca y enorme privilegio. Lo hizo por miedo a que su familia o él pierdan alimentos en la cartilla que semanalmente se le entregaba a cada familia.

Firmar, fue una traición a sí mismo. A sus convicciones. Fue un acto humillante que llevó sobre sus hombros como una sombra hasta el último día que lo vi.

Lo vi. No me lo contaron.

Y no lo vi en uno de mis compañeros, solamente. Lo vi en decenas, en cientos de personas con las que pude compartir o comentar ese evento.

Ese día, el telón que había construido sobre Cuba se terminó de caer. Dejé de repetir un discurso vacuo e inútil y aproveché el tiempo que me quedó en la isla para conectarme con la gente, buscando alguna verdad. Tenía mucho que aprender y poco que enseñar.

Le debo mucho a Fidel. Si no fuera por él, los Derechos Humanos no fueran una causa para mí. Si no fuera por él, no habría afinado mis creencias, mis principios, mi forma de ver el mundo. Si no fuera por él, no comprendería la estupidez necesaria para aferrarse a las ideologías por encima de principios tan elementales como la libertad, la vida, el respeto, la diversidad. No se le puede poner un precio a la libertad. Cuba, no es ese país lleno de dignidad del que se nutre un imaginario que se niega a ver la verdad. No hay dignidad en pagar con tu libertad ciertos “beneficios” sociales. No hay dignidad cuando al referirte a alguien tienes que bajar la voz, por el miedo a que te escuchen. No hay dignidad en tener un vigilante que revisa tus pasos a cada cuadra. No hay dignidad cuando el único camino para realizar un sueño está lejos de tu tierra, de tu familia, de tu clima, de tus costumbres. No hay dignidad en el miedo, en la sumisión, en el silencio.

¿Y Payá? Su reforma fue enterrada por la Asamblea Popular y el “pueblo cubano” con aproximadamente 7 millones de firmas a “favor de la revolución”. Fue considerado un traidor, un yankee, un contrarrevolucionario. Payá fue nominado al premio Nobel de la Paz algunas ocasiones y, por supuesto, Payá está muerto. Murió en un accidente de tránsito en Cuba. Un reporte de Human Rights Foundation concluyó que el reporte y conclusiones oficiales del gobierno cubano sobre su muerte eran deficientes, y el proceso estuvo plagado de irregularidades y violaciones básicas a los derechos humanos.

Normal. Es Cuba. Fue Fidel.